Por: Crisanto Pérez Asaín
Profesor de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Piura
crisanto.perez@udep.pe
Profesor de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Piura
crisanto.perez@udep.pe
“Patriotas el mate
de chicha llenad,
alegres brindemos
por la libertad.
Cubra nuestra mesa
el chupe y quesillo
y el ají amarillo.”
Coplillas como esta se escuchaban con frecuencia por las calles de todas las ciudades de nuestro país en los tiempos de la emancipación. En ellas se prometía una mesa llena de comida con el cambio de gobernantes y se destacaban además las bondades de nuestros ingredientes más propios. Desde entonces, hay cosas que no han cambiado, y entre otras, la presencia del ají amarillo como en la copla que acabamos de leer, de un rojo apretado como en el ají mono, de un brillante anaranjado como el escabeche o con el rojizo que parece anunciar el proverbial peligro del rocoto.
Consideramos al ají algo tan nuestro que en aquellas épocas se esgrimía como una prueba más de que españoles y peruanos eran distintos y que como nuestra comida no había otra en el mundo entero. Sin embargo, como palabra, el término “ají” no procede del quechua ni del aymara, sino del taíno “haxi”. El taíno era la lengua que hablaban los habitantes de las primeras tierras, insulares, que pisara Cristóbal Colón por esta parte del mundo que actualmente conocemos como América. Cuando lo vio lo creyó pimienta, especia de gran valor entonces en Europa y que procedía del lejano oriente; por lo que el ají hizo, entre otras cosas, que el descubridor confundiera las tierras descubiertas con lo que pensaba ver, la India. A su regreso a España, él mismo llevó consigo una gran cantidad de nuestro picante preferido diciendo que era pimienta, como prueba de que no había errado en sus cálculos. Esa confusión pronto se hizo extensiva a otros idiomas, por lo que aún en la actualidad al “ají” se le conoce en inglés como “hot pepper”, esto es, “pimienta picante”. Con el tiempo, en otras lenguas, como el húngaro, evolucionará a “páprika”, una especie de ají de color del que podemos presumir que nuestro país es el mayor productor del mundo.
Muchos pimientos picantes y especias de parecido sabor han terminado recibiendo el nombre de pimienta. Sin embargo, el ají supera en sabor picante a todas ellas, por lo que se le conoce por ese nombre. En quechua, el ají recibía el nombre de “uchu”, siendo uno de los más picantes el “pikiuchu”, conocido por nosotros como “ají mono”, y en otros lugares, como en España, bajo el nombre de “cayena”.
El término “ají” comparte con el de “chile” el mismo referente. En este último caso, nos encontramos con “chilli”, una palabra náhuatl, esto es, propia del idioma de los aztecas. Muchos explican el origen del nombre de nuestro país vecino relacionando su forma estrecha y alargada con el chile o ají, pues de verdad se asemeja a un ají escabeche. Sin embargo, como sabemos, por nuestra propia historia, el mapa de Chile ha sido cambiante con el transcurso de los años, y no es hasta finales del siglo XIX cuando adquiere ese aspecto de ají que lo hace tan peculiar. Para explicar su nombre tendríamos que remitirnos al quechua, lengua en la que “chilli” significaba ‘confín’. Parece ser que los araucanos fueron tan complicados de conquistar por los incas que éstos prefirieron referirse a ellos como los que vivían en el último y más perdido rincón del mundo.
En fin, aunque no dé el nombre de un país, es suficiente con el sabor que da a nuestra mesa. Y no solo a la nuestra, sino a la comida de todo un continente en la actualidad, a la peruana en la emancipación y quién sabe si también a la del propio Cristóbal Colón, por mucho que él viera pimienta donde había ají o pisara una tierra tan distinta de la que él pensaba pisar.
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