30 oct 2007

Etimología del chifle


Chifle. Foto: Luis Sánchez Gavidia.


Por: Dr. Carlos Arrizabalaga Lizarraga
Profesor de Lingüística de la Universidad de Piura
Piura, octubre de 2007

El Dr. Arrizabalaga es un filólogo español que radica en el Perú desde 1996. Su tesis doctoral trató sobre la sintaxis del español norperuano.

Etimología del chifle
Martha Hildebrandt consignaba el término chifle entre los de origen incierto en su tesis doctoral (1949), opinión que el erudito piurano Carlos Robles Rázuri sigue a pie juntillas. El padre Esteban Puig en un primer momento creyó que se trataba de un indigenismo tallán pero luego desistió de esta idea sin atribuirle un origen seguro. El profesor Coello cree que se trata de un arabismo (de šifra, ‘cuchilla’). Pero su etimología va por otros derroteros menos complicados.

Ya no es de esas palabras “que suenan extrañas a oídos de un limeño”, como decía Hildebrandt, dado que la progresiva industrialización y comercialización del producto (soy de los convencidos de que tiene mucho futuro), ha hecho reconocidísima a la deliciosa receta. También en Ecuador hacen chifles, muestra de la fluida comunicación que existió siempre entre el norte peruano y el sur del vecino país. La receta muestra ligeras variaciones (se cortan en rodajas redondas o alargadas, más gruesas o más finas, con carne seca de distinta índole, picantes o dulces...).

Pensar que chifle es término tallán era muy aventurado, más cuando el plátano con que está hecho provino de lejanas colonias portuguesas en África y el sudeste asiático (afronegrismos son, por ello, guineo y banano). Chifle es palabra castellana antigua que proviene de chiflar como chiflado, chiflón (peruanismo ya mencionado por Benvenutto Murrieta en 1936) y mercachifle, aunque sus significados ahora sean tan dispares que resulte opaco su origen común. A su vez, chiflar y silbar provienen del latín sifilare y sibilare. Las dos soluciones han mantenido su respectivo nivel de uso, más popular en chiflar que en silbar, más culto.

Como chiflar sirve a menudo para hacer burla de alguien, chiflado pronto se sustantiva para designar a la persona de la que todos hacen burla, hasta que su extraño comportamiento termina denominándose chifladura.

Así también, como el viento suena en nuestros oídos como si estuviera chiflando, no hay obstáculo para que un golpe de viento sea llamado chiflón. Es americanismo, lo que comprueba la mayor difusión del término popular a este lado del idioma. Aparece, en referencia a unas danzas vinculadas con personajes míticos prehispánicos en las tradiciones de Huarochirí, en un documento fechado en 1656 del Archivo Arzobispal, mencionado por Manuel Burga:

...vaylando el vayle guacon y chiflando como luchas, dando palmadas en la boca.[1]

En fin, igual que de silbar se creó el silbato, de chiflar se creó chifla o chifle. El término, que hoy se emplea de modo restringido para nombrar el silbato o reclamo utilizado para cazar aves, tuvo gran vitalidad en otro tiempo, pues dio lugar al compuesto mercachifle: persona que vende mercancías con ayuda de un chifle o silbato. Juan de Arona dice: Chifla, chifladera, chiflato, chifle, chiflo, chiflete, y finalmente el aumentativo chiflón, designan todos un silbato o pito, o instrumento para silbar”. A inicios del siglo XVII lo utiliza el jesuita González Holguín en su diccionario, como sinónimo de silbato para explicar el significado del quchua cuyuyna, aunque en la entrada cuyuyni habla solamente de 'silvar (sic) con la boca'. [2]

Por ello disentimos de la opinión de Óscar Coello, porque la chifla o cuchilla con que trabajan los talaberteros no tiene semejanza con la tablita con que cortan las tajadas de plátano que se convierten en chifles.[3] El chifle, en realidad, era el cuerno de res utilizado como instrumento para silbar.

En el entremés que compuso Peralta Barnuevo para la comedia La Rodoguna, aparece un mercachifle que se lamenta de haber dado a una dura Panchita “por tus caricias falsas / mis puntas finas” para concluir aludiendo a un asunto de infidelidad:

¡Qué mala tierra donde
nunca se eximen
de estas Circes tacañas
chifles Ulises![4]

Dentro del código satírico burlesco de la época, se refiera a la tal Panchita (dura no tanto por diferir el encuentro amoroso, sino por exigir un pago por sus servicios, así que la tilda de tacaña) llamándola Circe, en alusión al personaje homérico, porque Panchita no quiso soltar al mercachifle hasta dejar vacío su atadillo (el marido se asemeja entonces, también en código burlesco, al héroe griego, atrapado en una isla por efecto de un sortilegio”). El término chifles es juego de palabras con mercachifle y alude a los cuernos que pone Panchita a su esposo (el cual “¡era buen hombre!”) al encontrarse con el mercachifle (encuentro amoroso que parece ser un lugar común del género). Ella responde luego: “Cierra los labios, que por tus atadillos / tienes mis brazos” y lo despide llamándolo ya no "mercachifle" sino ahora “mercader de amor”.

Porque los chifles se hacían con cuernos, en Guatemala chifle significa todavía tal apéndice bovino. Y como en ellos se guardaba agua o aguardiente (también pólvora), todavía hoy en Argentina chifle significa ‘cantimplora’. En el habla gauchesca, por influencia del portugués, se dice chifre, según registra Marcos Augusto Morínigo:

A la botella de cuerno en que llevaban agua o la "ginebra" para las 'travesías' la llamaron chifre los primeros gauchos, por su semajanza con el silbato del cómitre en las galeras.[5]

La presencia de ese significado en la provincia de Tucumán la testimonia Carrió de la Vandera a mediados del siglo XVIII:

“En tiempo de guerra [los soldados] tenían continuamente colgando al arzón de la silla un costadillo de maíz tostado, con sus chifles de agua, que así llaman a los grandes cuernos de buey en que la cargan y que es mueble muy usado en toda esta provincia”.[6]

Los chifles o chifres ‘cuernos’, pasaron a designar a las ‘rodajas de plátano frito’ por metáfora, ya que los retorcidos chifles asemejan la forma de unos cuernecillos. De la misma manera el eufemismo cachos con que se designan ahora los cuernos de los animales (originalmente el término significaba ‘pedazo pequeño de alguna cosa’, del latín capulus, ‘puño’, y de donde deriva también cachete), sirve ahora para llamar, en la forma del diminutivo cachitos a unos panecillos en forma de media luna similares a cuernecillos. Es decir, se repite la misma metáfora que dio origen al piuranismo chifle, aunque ésta última no es opaca en absoluto. En cambio, en el oriente peruano, el origen de chifle se hace opaco al designar ‘carne seca machacada, con tajadas pequeñas de plátano verde, fritas en manteca”.[7] Aunque probablemente el producto tiene el mismo origen, la carne seca ha dejado allá de ser un acompañamiento de las rodajas de plátano para converstirse en el protagonista de la preparación culinaria. Ha sufrido un cambio semasiológico.

Referencias:
[1] Documento del Archivo Arzobispal de Lima (HI), leg. 3, exp. 12, fol. 222v, recogido por Manuel Burga en Nacimiento de una utopía. Muerte y resurrección de los incas, Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1988, pág. 191.

[2] Diego González Holguín, Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua qquichua o del Inca (1608). Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1989, pág. 59.

[3] Ver Óscar Coello, “Algunos arabismos y otras zarandajas del español en Piura”, en Marco Martos, Aida Mendoza e Ismael Pinto (eds.), Actas del Congreso Internacional de Lexicología y Lexicografía “Miguel Ángel Ugarte Chamorro”, Lima, Academia Peruana de la Lengua, Universidad San Martín de Porres y Pontificia Universidad Católica del Perú, 2007, págs. 215-229.

[4] Pedro Peralta Barnuevo, Entremés para la comedia La Rodoguna, en R. Silva Santisteban (ed.), Antología General del Teatro Peruano. III Teatro Colonial. Siglo XVIII, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2004, págs. 29-38. Cita en pág. 30.

[5] Marcos Augusto Morínigo, "La formación léxica regional hispanoamericana", en Nueva Revista de Filología Hispánica, 7, 1953, págs. 234-241. La cita está en pág. 241.

[6] Alonso Carrió de la Vandera, Lazarillo de ciegos caminantes o Concolorcorvo. Edición de Emilio Carilla, Barcelona, Labor, 1973, pág. 176)

[7] Enrique Tovar, Vocabulario del Oriente Peruano. Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1966, pág. 79.

21 oct 2007

Huevo frito o huevo freído, ¿qué te provoca?

Por Eliana Gonzales Cruz
eliana.gonzales@udep.pe
Profesora de la Facultad de Educación de la Universidad de Piura
Piura, 24 de septiembre de 2006


¿Es que acaso hay alguna diferencia entre el huevo frito y el huevo freído? ¿Es uno más rico que el otro? ¿Por qué cuando escuchamos decir huevo freído pensamos inmediatamente en el huevo frito? Frito y freído, ambos por cierto aceptados, son participios del verbo freír.



Los participios junto con los gerundios e infinitivos son formas no personales o más comúnmente conocidos como verboides, que no poseen los morfemas propios de los verbos conjugados que indican tiempo, modo, número y persona. Suelen aparecer en las perífrasis o en formas compuestas del tipo: voy a freír, estoy friendo, he frito o he freído. Cuando aparecen solos suelen funcionar como sustantivos (Correr es saludable), adjetivos (Carretera inaugurada) o adverbios (Respondió gritando).

Para seguir con la actividad culinaria de freír, en “He frito un huevo” y “He freído un huevo”, estamos ante dos formas de participio, que en español se caracterizan por presentar las terminaciones –ado e –ido (cantado, vivido, freído), pero también –to, –so y –cho (frito, impreso, dicho).

Frito y freído es uno de los casos verbales que presentan dos terminaciones, lo mismo que impreso e imprimido (del verbo imprimir), provisto y proveído (del verbo proveer). Así, se puede decir: “He frito un huevo” o “He freído un huevo”; “Han impreso mil afiches” o “Han imprimido mil afiches”; “Ha provisto de los víveres” o “Ha proveído de los víveres”. Todos los pares son, en efecto, correctos y los podemos emplear en las formas compuestas; sin embargo, hay ciertas preferencias por usar las primeras: han frito…, han impreso… y ha provisto… Esta doble posibilidad no existe cuando el participio funciona como un adjetivo: afiches impresos y no *afiches imprimidos, huevo frito y no *huevo freído, víveres provistos y no *víveres proveídos.

A diferencia de lo que ocurre con los tres verbos analizados en el párrafo anterior, en su gran mayoría los verbos presentan una única forma de participio: ha bendecido y no *ha bendito, hemos elegido y no *hemos electo, han roto y no *han rompido, ha concluido y no *ha concluso, he confundido y no *he confuso, han soltado y no *han suelto, he despertado y no *he despierto, ha sustituido y no *ha sustituto. También una única forma presentan en el caso de que funcionen como adjetivos: libro roto y no *libro rompido, preso suelto y no *preso soltado, niño despierto y no *niño despertado, negocio concluido y no *negocio concluso.


Algunas formas como bendecido y elegido suelen aparecer con complemento agente: “Es una niña bendecida por Dios”, “Lleva un rosario bendecido por el Papa”, y “Es el presidente elegido por todos los peruanos”. En todos los casos se entiende que “la niña fue bendecida”, “el rosario fue bendecido” y “el presidente fue elegido” por alguien (el agente) en las oraciones pasivas perifrásticas, llamadas también pasivas analíticas. En el caso de confundido también puede aparecer en las pasivas perifrásticas: “Fue confundida por su hermana” y no *fue confusa; sin embargo, cuando significa ‘desconcertado, sin saber qué hacer, ni qué decir’ puede ser intercambiado por el adjetivo confuso: “Se le nota confundido y nervioso” o “Se le nota confuso y nervioso”.

Bueno, estimado lector, espero no haberlo confundido y mucho menos haberlo dejado nervioso con el uso de los participios, sobre todo con aquellos casos en los que podemos vacilar. No ha sido mi intención dejarlo confuso ni mucho menos confundido. Ahora ya sabe que si bien no hay diferencia alguna entre he freído un huevo y he frito un huevo, no es lo mismo decir huevo freído que huevo frito.

Un heladito...

Por Claudia Mezones Rueda
Universidad de Piura
04 de febrero de 2007
claudia.mezones@udep.pe

¿Nos comemos un heladito?
Todos sabemos que el helado es un postre cremoso, congelado, preparado a base de leche, grasa, azúcar, frutas o saborizantes. Sin embargo, podríamos ignorar que su antecesor fue una mezcla de hielo triturado con fruta y miel, es decir, algo parecido a nuestras raspadillas y cremoladas.

Ya en la antigüedad, los chinos y luego los babilonios, egipcios, griegos, persas, hindúes, árabes y romanos disfrutaban de esta delicia. Se dice que Alejandro Magno y Nerón, por ejemplo, mandaban traer nieve de las montañas para refrescar sus alimentos y preparar combinaciones de hielo con jugos de frutas, miel y vino. Estos primeros helados eran semilíquidos, de ahí el nombre de sorbetes ‘trago, bebida’.

Actualmente, asignamos a Italia la tradición del helado (gelato en italiano, de allí las famosas gelaterías), pues por los italianos se extendió al resto del mundo. Fue Marco Polo, a fines del siglo XIII, quien trajo de Oriente varias recetas de postres helados preparados en China, que desde entonces se hicieron famosos en las cortes europeas. Con el paso del tiempo, la receta original fue modificándose; se añadió leche, huevo, entre otros productos, hasta que, con el invento de nuevas formas de congelación se obtuvo el actual helado de crema, cuyo ingrediente fundamental, hoy en día, es la leche.

Entonces, como los primeros helados o sorbetes se bebían o se sorbían, es muy probable que por cientos de años la tradición lingüística heredara la designación tomar un helado sin importar tanto que, por las variaciones de la receta original, los helados se fueran haciendo más cremosos y más sólidos. Esta idea de líquido o semilíquido de los primeros helados es la que recoge el diccionario académico (DRAE: 2005), que lo define como ‘refresco o sorbete de zumo de fruta, huevo, etc., en cierto grado de congelación’, de ahí que en España se prefiera decir, generalmente, tomar un helado, y no comer un helado, que es la forma que preferimos usar en nuestro país.

En consecuencia, ¿podemos decir indistintamente comer un helado y tomar un helado? Sin duda, asociar el helado de crema con su naturaleza sólida determina el uso de comer un helado. En cambio, se preferirá la expresión tomar un helado, si se asocia con la idea de refresco, bebida o sorbete, como en España, por ejemplo. Todo esto pone en evidencia que las preferencias léxicas de cada país, como prueba de las variaciones dialectales de una misma lengua, reflejan distintas formas de ver una misma realidad.

En las lenguas existen dos mecanismos léxicos de denominación: la generalización léxica (ampliación del significado de un término a usos generales) y la precisión léxica (restricción del significado a ámbitos precisos o concretos). Así, podemos observar en España una fuerte preferencia por la generalización del verbo tomar: Tomar nota, tomar el bus, tomar una dirección, tomar alimentos, tomar la carne, etc. En este último caso, tal como lo define el DRAE, el significado de tomar considera tanto el comer como el beber, independientemente de la calidad sólida o líquida del alimento. Por el contrario, aunque en América también registramos estos usos, se prefiere la precisión léxica, así pues lo líquido se bebe o se toma, mientras que lo sólido se come. Por esta misma razón, porque son bebidas, nosotros tomamos las cremoladas, los batidos y los milkshakes; pero comemos los bodoques, los chupetes, los adoquines, los marcianos, las chalacas, las raspadillas y los helados.

Como vemos, a pesar de ser hablantes de una misma lengua, existen distintas maneras de concebir las realidades y ordenarlas en nuestro pensamiento, y tal como está el clima, qué mejor si lo hacemos con un buen helado en la mano.

17 oct 2007

–¿Un cevichito o un cebichazo?– Buen provecho

Por: Dr. Crisanto Pérez Esaín
Profesor de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Piura.
Piura, 11 de febrero de 2007
crisanto.perez@udep.pe

–¿Un cevichito o un cebichazo?– Buen provecho
Las personas que visitan nuestro país acostumbran a escuchar, entre otras preguntas, si han probado el cebiche. “Quien no lo ha probado no ha estado en el Perú”, se suele decir, y es que este plato forma parte ya de nuestro patrimonio cultural, de nuestro modo de ser.

De la misma forma en que unos lo prefieren de marisco, de mero, de lenguado, de congrio o de caballa, y que tierra adentro se prepare de pejerrey o de trucha o de otros pescados de agua dulce, y que incluso hay quien se atreva a hacerlo de pollo o de res, todo sea por notar en el paladar el ácido del limón, el picante del ají y la bravura de nuestra cebolla, tampoco existe una norma clara sobre cuál debe ser su grafía, de modo que podemos leer cebiche, –forma por la cual se decanta la Academia en su diccionario– o ceviche, pero también sebiche o seviche.

Los hablantes de una lengua crean palabras para expresar realidades que recién empiezan a existir. Por ello, rastrear el origen de este platillo tan nuestro como común a otros países americanos del Pacífico, podría ayudarnos a decantarnos por una forma o por otra. No obstante, esto no resulta nada sencillo, pues hasta ahora nos encontramos en una encrucijada de imposible solución. Realizar un recorrido por todas las explicaciones de un plato tan sabroso supone también mirar a cada una de las culturas que forman parte de nuestro bagaje cultural y que han participado en la historia de nuestro país.

Algunos aclaran que en quechua el plato recibía el nombre de siwichi, y que el limón –de origen norafricano– era sustituido por jugos de otras frutas y por la chicha. La Academia de la Lengua nos recuerda que los árabes tenían una forma de conservación de los alimentos por medio del jugo de frutas ácidas, tales como la naranja y el limón, a la que le denominaban sikba, de modo que quizás el nombre de cebiche procediera de un cruce de palabras entre los dos términos mencionados, algo posible tras la llegada de los españoles, quienes poco tiempo antes habían culminado una reconquista de ocho siglos, en los que habían convivido estrechamente con los árabes.

Cebiche recuerda también a la palabra cebo, con la cual se designa a los trozos de pescado que se ponen en los anzuelos de las cañas de pescar para engañar a los peces más incautos o más voraces. El origen popular del plato podría explicar también el uso de un sufijo de cariz despectivo como –iche o su variante –ache (boliche, trapiche o cachivache). El hecho de que la Academia se haya decantado por la variante cebiche y haya descartado las demás no resulta algo definitivo, pero resulta interesante comprender que esa grafía representa, –a su manera–, el mestizaje del que surgimos.

No sólo el origen de la palabra desvela la rica influencia cultural que históricamente hemos recibido, sino que ésta llega a afectar a su preparación. Hasta no hace tanto tiempo, el pescado se dejaba macerado en limón y demás jugos ácidos toda una noche, y no los cinco o diez minutos que bastan en la actualidad. Al parecer, las oleadas migratorias japonesas acercaron la preparación del cebiche a la de su famoso sushi, plato de pescado crudo tan semejante a nuestro tiradito, “primo hermano” del cebiche.

Sea del pescado –¡o de la carne!– del que sea, con choclo entero o desgranado, con zarandaja o sin ella, con naranja amarga y con yuyo, como se prefiere en Lima o con su culantro obligado, como nos gusta en el norte; con su yuquita y su camote o sin ellos… hay tantos tipos de cebiche como explicaciones sobre su origen y grafía. En todo caso, y conjugando la glotonería con el hambre de saber, les recomiendo que conozcan tanto unas como otras.

El ají y el despiste de Colón

Por: Crisanto Pérez Asaín
Profesor de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Piura
crisanto.perez@udep.pe


“Patriotas el mate
de chicha llenad,
alegres brindemos
por la libertad.
Cubra nuestra mesa
el chupe y quesillo
y el ají amarillo.”

Coplillas como esta se escuchaban con frecuencia por las calles de todas las ciudades de nuestro país en los tiempos de la emancipación. En ellas se prometía una mesa llena de comida con el cambio de gobernantes y se destacaban además las bondades de nuestros ingredientes más propios. Desde entonces, hay cosas que no han cambiado, y entre otras, la presencia del ají amarillo como en la copla que acabamos de leer, de un rojo apretado como en el ají mono, de un brillante anaranjado como el escabeche o con el rojizo que parece anunciar el proverbial peligro del rocoto.

Consideramos al ají algo tan nuestro que en aquellas épocas se esgrimía como una prueba más de que españoles y peruanos eran distintos y que como nuestra comida no había otra en el mundo entero. Sin embargo, como palabra, el término “ají” no procede del quechua ni del aymara, sino del taíno “haxi”. El taíno era la lengua que hablaban los habitantes de las primeras tierras, insulares, que pisara Cristóbal Colón por esta parte del mundo que actualmente conocemos como América. Cuando lo vio lo creyó pimienta, especia de gran valor entonces en Europa y que procedía del lejano oriente; por lo que el ají hizo, entre otras cosas, que el descubridor confundiera las tierras descubiertas con lo que pensaba ver, la India. A su regreso a España, él mismo llevó consigo una gran cantidad de nuestro picante preferido diciendo que era pimienta, como prueba de que no había errado en sus cálculos. Esa confusión pronto se hizo extensiva a otros idiomas, por lo que aún en la actualidad al “ají” se le conoce en inglés como “hot pepper”, esto es, “pimienta picante”. Con el tiempo, en otras lenguas, como el húngaro, evolucionará a “páprika”, una especie de ají de color del que podemos presumir que nuestro país es el mayor productor del mundo.

Muchos pimientos picantes y especias de parecido sabor han terminado recibiendo el nombre de pimienta. Sin embargo, el ají supera en sabor picante a todas ellas, por lo que se le conoce por ese nombre. En quechua, el ají recibía el nombre de “uchu”, siendo uno de los más picantes el “pikiuchu”, conocido por nosotros como “ají mono”, y en otros lugares, como en España, bajo el nombre de “cayena”.

El término “ají” comparte con el de “chile” el mismo referente. En este último caso, nos encontramos con “chilli”, una palabra náhuatl, esto es, propia del idioma de los aztecas. Muchos explican el origen del nombre de nuestro país vecino relacionando su forma estrecha y alargada con el chile o ají, pues de verdad se asemeja a un ají escabeche. Sin embargo, como sabemos, por nuestra propia historia, el mapa de Chile ha sido cambiante con el transcurso de los años, y no es hasta finales del siglo XIX cuando adquiere ese aspecto de ají que lo hace tan peculiar. Para explicar su nombre tendríamos que remitirnos al quechua, lengua en la que “chilli” significaba ‘confín’. Parece ser que los araucanos fueron tan complicados de conquistar por los incas que éstos prefirieron referirse a ellos como los que vivían en el último y más perdido rincón del mundo.

En fin, aunque no dé el nombre de un país, es suficiente con el sabor que da a nuestra mesa. Y no solo a la nuestra, sino a la comida de todo un continente en la actualidad, a la peruana en la emancipación y quién sabe si también a la del propio Cristóbal Colón, por mucho que él viera pimienta donde había ají o pisara una tierra tan distinta de la que él pensaba pisar.

6 oct 2007

Manjar de Chirimoya


Escuche el audio acerca de la preparación de este manjar en base a esta fruta peruana y andina. La chirimoya crece en las zonas yunga y quechua. En la voz de la Sra. Rosa Petronila Suárez Huamán, técnica en nutrición de la ONG "Asociación Yachachiq Solidaridad Colectiva para el Desarrollo (Solcode) de Piura".


Audio:

Algarrobina

  Texto: Carlos Arrizabalaga Lizárraga Universidad de Piura, Perú carlos.arrizabalaga@udep.edu.pe Nada más piurano que la algarrobina y los ...